Un reciente informe de Naciones Unidas instó a la Argentina a mejorar la calidad y la transparencia de sus estadísticas en salud mental. El organismo advierte que, en un contexto de crisis del sector, sin datos confiables resulta imposible diseñar políticas públicas eficaces. La recomendación internacional llega en un momento crítico: en la Provincia de
Un reciente informe de Naciones Unidas instó a la Argentina a mejorar la calidad y la transparencia de sus estadísticas en salud mental. El organismo advierte que, en un contexto de crisis del sector, sin datos confiables resulta imposible diseñar políticas públicas eficaces. La recomendación internacional llega en un momento crítico: en la Provincia de Buenos Aires las internaciones psiquiátricas crecieron un 63% en apenas cinco años.
Pero los números no son un fin en sí mismos. No son planillas: son rostros, biografías interrumpidas, familias desbordadas. Son también un espejo incómodo para el Estado en todas sus formas. Porque la pregunta es inevitable: ¿qué estamos haciendo para que la Ley Nacional de Salud Mental (26.657) deje de ser promesa y se convierta en realidad?
La norma no es un repertorio lírico de buenas intenciones. Es un piso inderogable de derechos humanos: reconoce a la salud mental como parte integral de la salud, prohíbe el encierro como única respuesta, establece la internación en hospitales generales como regla y exige pasar del aislamiento al lazo social, de la exclusión a la vida en comunidad.
Quienes buscan culpar a la ley de las falencias del sistema ocultan la verdad: el déficit no es normativo, sino presupuestario y político. Ninguna ley se despliega en el aire. Requiere dispositivos, equipos territoriales, centros de día, casas de medio camino, programas de adicciones y financiamiento sostenido. El fracaso no es de la norma, sino de quienes no han tenido la voluntad de dotarla de recursos.
Más grave aún: ningún hospital, ni general ni especializado, puede negar la atención con el pretexto de jurisdicciones o límites territoriales. Ese argumento es jurídicamente infundado y éticamente inadmisible. La salud mental no reconoce fronteras burocráticas: el derecho a la atención siempre prevalece sobre la comodidad institucional. La práctica perversa del “no me corresponde” contradice la ley y erosiona la dignidad.
La desmanicomialización en curso debe defenderse. Pero defenderla no es negar las tensiones: es exigir que la transición se acompañe de una red sólida de cuidados comunitarios. Cerrar un pabellón sin abrir un dispositivo alternativo no es desmanicomializar, es abandonar. Y la Ley no habilita el abandono, sino que impone responsabilidad compartida y continuidad de cuidados.
El informe de la ONU nos recuerda que sin datos confiables no hay planificación seria. Pero también hay algo que ninguna estadística puede medir: la dignidad humana. Y esa es la frontera que no se puede cruzar.
La salud mental es un derecho humano fundamental. No admite excusas ni dilaciones. Requiere decisión política, recursos y valentía para sostener lo obvio: que nadie quede fuera, que nadie sea devuelto a la intemperie por una planilla o por un límite territorial.
Porque la única frontera legítima que la ley reconoce – y que los organismos internacionales también nos reclaman sostener – es la de la dignidad humana.

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